Tatiana, Korintia y Romina Yanowitz nacieron en el seno de una familia rumana de rancio abolengo. Tatiana, la hija mayor, tenía quince años y poseía el don de los soñadores. Por las noches volaba con sus alas mágicas y durante el día cerraba los ojos y pensaba en la infinidad del futuro. Korintia acababa de cumplir los diez años y se asombraba con los suspiros de lo inerte. La niña creía que hasta las cosas tienen vida y mezclaba líquidos en un caldero, los obligaba a amarse -incluso en contra de su voluntad- y los forzaba a explotar y a evaporarse en humos de colores. La pequeña Romina nació sin ningún poder. Paseaba por los jardines de la mansión y cuidaba de su caballo, un pequeño potro blanco y manso que se adaptaba perfectamente al tamaño de su propietaria y a sus deseos. Romina creció en los años que la persiguieron y se convirtió en una joven que era feliz en su sencillez pero que no podía -ni tan siquiera deseaba- hacerle sombra a sus hermanas. Inocente y mediocre, Romina ayudaba a Korintia a juntar líquidos en ollas a presión, y una vez vio cómo una olla saltaba por los aires, traspasaba los distintos techos que protegían la cocina y alcanzaba el cielo. Tatiana la impulsaba una y otra vez a soñar y a tener ambiciones, y un día Romina hasta llegó a imaginar que se casaría con un príncipe azul. Al final, sin embargo, murió de un modo que su hermana mayor no hubiera podido predecir jamás. Un caldero en forma de olla y proveniente del espacio exterior le abrió una brecha en la cabeza y la tiró al suelo. Al soltarse la tapa una masa de humo rodeó a la pequeña Romina. Fue ese último aliento, el resultado del amor entre las cosas inertes, el que se le llevó la vida.
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