26.6.11

Retales (Tercer no-cuento chino)

" Algunas personas aparecen en tu vida con una banda sonora de acompañante. Otras, sólo entran a escena con un mero conjunto de pequeños sonidos, ruidos, porque son tímidas, o discretas, o ambas cosas a la vez, y no quieren llamar la atención. Otros somos tan sigilosos que nos acoplamos al mundo en el amargo y agobiante silencio de los que no se atreven a hablar. Pero esa es otra historia.

Polda entró en mi habitación esa mañana de 1948 con el chirrido de la puerta acompañando su primer tropezón en la casa de los García Méndez. La Tata la había empujado ferozmente y la pobre Polda, en su primer día de trabajo, se encontró cayéndose de bruces contra el suelo mientras el señorito de la casa, yo mismo, la miraba desde lo alto de su cama, medio incorporado y acabado de despertar, los ojos entrecerrados intentando discernir en la penumbra. Cubrí con las finas sábanas de verano mi lechoso torso desnudo mientras la pobre muchacha se incorporaba y la Tata irrumpía en mi habitación y se peleaba con la cinta de la persiana para que esta subiera y dejara pasar la luz del mes de Julio.

― Leopolda, el suelo se barre con la escoba, no con la lengua –le reprendió la Tata

Polda acotó su cabecita rizada y el pañuelo que llevaba sobre la coronilla se deslizó hasta el principio de su frente, dejando escapar en el recorrido un par de mechones negros iluminados por la tenue luz que entraba por la ventana. Eran las siete de la mañana de un lunes. Me froté los ojos con los nudillos de mis pálidas manos y esperé a que las dos mujeres me dejaran solo para salir de la cama y vestirme. Con la lentitud de las primeras horas de la mañana, posé mis pies descalzos sobre el suelo caliente y bostecé. Extremadura se convierte en un asadero en verano. Me tambaleé un poco sobre las tablas de madera mientras me dirigía hacia mi armario. Elegí una camisa cualquiera de manga corta y unos pantalones de hilo, me vestí, me calcé unas alpargatas y sin revisar siquiera mi aspecto en el espejo de la cómoda, salí al pasillo. En el piso de abajo, en la cocina, se escuchaban las voces de la cocinera y la del cartero, su hijo, al que a veces invitaba a comer madalenas. De fondo se oían también las risotadas de María, que por aquel entonces tendría siete u ocho años, jugando con Dana, la perra. Crucé el arco de la cocina y allí estaban Dana y mi hermana, la primera a los pies de la segunda, lamiéndole los pies descalzos, y mi hermana sentada en la gran mesa de madera mojando galletas recién horneadas en su tazón de leche. "

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